Es miércoles 26 de abril de 2006, somos 3 mujeres y vamos en un remisse rumbo a la cárcel de mujeres madres de Ezeiza. Tenemos una entrevista a las 11 hs de la mañana con la Directora del Penal. Salimos con tiempo por si se presenta algún inconveniente. El viaje es largo, y nos desviamos de la ruta hacía el Aeropuerto. El día está soleado y promete.
Al costado del camino, comenzamos a ver el complejo penitenciario. Rejas, alambre, cercos y uniformados conforman el paisaje. Los panópticos todo lo ven. Pero llegamos al final, donde hay unos edificios pintados de rosa, “éste debe ser el Penal”.
En la entrada de la Unidad 31, dos guardias nos piden los datos y nos preguntan amablemente “a qué vienen”. La cita con la Directora, claro. Nos dejan pasar. Le pedimos al chofer que nos espere, seguramente más de 2 hs no vamos a tardar.
Entrando a la recepción de la Unidad, dos chicas limpian los vidrios del edificio, de construcción moderna. El olor a detergente y lavandina impregna el ambiente. Los pisos brillan y el salón de entrada es muy luminoso.
En la recepción hay dos mujeres. Están vestidas con uniforme, y también las acompaña un chico de unos 10 años que parece estar haciendo tareas escolares en un cuaderno. Nos presentamos, pero nos comunican que la Directora todavía no llego. Son las 10:40, es temprano y antes de lo previsto. No importa, nos asustamos un poco, pero recién a partir de las 11 hs es cuando realmente nos podemos impacientar.
Nos ofrecen sentarnos a esperar, y hay tres asientos pero el del medio está enclenque y nos advierten. Mientras esperamos, prestamos atención a una vitrina completa de baberos, batitas, toallitas con nombre bordado, cortinas pintadas a mano, artesanías al crochet; “las hacen las internas” nos dicen, “hacen cosas divinas y se vende, porque está tercerizado; es lo que aprenden en los talleres”.
La espera sigue y nos ponemos a dialogar con las recepcionistas. Les contamos en qué estamos trabajando para calmar ansiedades. “Los chicos… qué tema! acá nos encariñamos mucho con los nenes”. Queremos hacerles algunas preguntas pero nos dan la negativa, “No, no podemos hablar”.
De pronto llega Lucía (secretaria de la Directora) que con una sonrisa, aporta tranquilidad al grupo. “Ya voy a llamar a la Prefecto, a ver en cuánto tiempo viene... mientras les interesaría ir hablando con una asistente social del servicio?”
Respondemos que sí.
Nos acompaña a una oficina chica, inundada de ficheros, carpetas y expedientes. Allí nos recibe Esther, la asistente social, que se dispone con mucha entrega a realizar nuestra entrevista.
Ella habla pausado, y responde abiertamente desde su experiencia como madre. Confiesa no estar del todo al tanto de la problemática de las madres y los chicos, por ocuparse sólo de las condenadas comunes. La comodidad que se genera nos sitúa casi en una charla de café.
Pasa casi 1 hora y media, y la charla sigue. Nos preguntamos si ya habrá llegado la Directora.
Efectivamente, Esther sale a buscarla, y Lucía nos conduce con la Prefecto Hilda Rodríguez, que es Directora de la Unidad 31.
La oficina queda en el primer piso. De allí sale primero una oficial, y detrás de la puerta aparece de pronto la Directora, que no se encuentra uniformada, pero si muy elegante y de pollera. Nos invita a pasar y nos recibe muy cálidamente. También nos invita con café y masitas que preparan en la panadería del Penal. Nos expresa su asombro de que tengamos un remisse esperando, porque contaba con que veníamos para pasar el día en la Unidad, para poder recorrer tranquilas. Nos pide que nos quedemos, que después veamos de qué forma volver a Capital.
Lo hacemos, y muy relajadas, empezamos a contarle nuestras inquietudes. Se sorprende por el tema, y se muestra gustosa de la elección del mismo. Su predisposición para respondernos es amplía. Su voz es calma, dulce, y en ciertos momentos, cuando le toca hablar de los chicos, lo hace con un dejo de tristeza.
La triste realidad de sus palabras, intentan convencernos de que quizás estén mejor adentro que afuera. Parece el mundo color de rosa dentro del Penal.
A la entrevista se suma el Subdirector de la Unidad. Se forma una ronda de charla, nos cuentan del sistema. Él contesta un poco más a la defensiva, pero calmo. Está cruzado de brazos, pero se nota que se esfuerza por no cerrarse en el diálogo.
Quieren que salgamos a conocer los pabellones y que entremos en contacto con las internas.
En un momento interrumpe un odontólogo, que nos manifiesta esperarnos en el Centro de Salud, para mostrarnos cómo trabajan. Asentimos que allí iremos también.
Luego, nos asignan una de las jefas de internas para iniciar el recorrido. Se llama Natalia, y no supera los 25 años.
Salimos del salón de recepción rumbo a los pabellones. Todo está cercado por enormes paredones de alambre y coronado por alambre de púa.
Empezamos a vislumbrar que no todo es tan rosa como dentro de la oficina de la Directora.
Caminamos por el predio hasta el pabellón donde se encuentran las internas, pasamos por un sector de control y nos piden los datos. Sólo en la recepción del Penal, nos hicieron dejar los DNI y los celulares, pero en ningún momento de la visita revisaron nuestras mochilas o nuestras carteras.
Comenzamos a transitar un pasillo extenso. El olor a comida es penetrante. Atravesamos puertas con rejas azules, pesadas, que hacen mucho ruido al cerrarse. Las paredes tienen incrustadas unas mirillas de vidrio rectangulares a través de las cuales puede verse a las internas. Y la apertura de cada puerta está a cargo de una celadora. Llegamos al final del pasillo y a los costados hay dos pabellones de internas comunes. Contra las puertas de los pabellones enfrentados, hay 3 internas charlando que nos saludan cuando pasamos. Les están dando su ración de comida, que circula en un carrito con una gran olla en el medio, llena de polenta y algo que parece ser un estofado.
Volvemos hacía atrás. Nuestro interés es poder encuestar a las madres, y nos dirigimos al sector donde están éstas. Es fácil darse cuenta cuáles son, porque colgados de las rejas de las puertas, hay muñequitos de goma Eva que portan papelitos que desconocemos qué dicen.
Entramos al primer pabellón de madres. Ahí está Jennifer, que tiene una gran sonrisa y está preparada para irse al jardín, con una carterita de Mickey que tiene un pañal dentro. Su mamá mientras, realiza la “fajina” (limpieza) del pabellón, especialmente del sector de la cocina.
La cocina está compuesta por unos anafes que se encuentran encendidos, una mesada, y otra mesada enfrentada en paralelo para preparar cosas. Hay 4 mesas con forma hexagonal, y bancos. También hay una heladera grande, y no hay televisor en la sala. Contiguo a la cocina, está el patio. Un rectángulo de casi las mismas dimensiones que la gran cocina-comedor, donde vuelan ropas que están tendidas en el cordel. Mirando hacía arriba, se puede ver el cielo, un cielo muy celeste, adornado por unos rulos enormes de alambre de púa.
Las madres comienzan a acercarse para que comencemos nuestro trabajo de encuestas.
Se notan con ganas de hablar, y nos cuesta mantenernos en preguntas que se respondan con un “sí o no”. Las charlas se hacen extensas, y en sus ojos existe un brillo de agradecimiento por sentirse escuchadas.
Más madres se van sumando a responder. Aprovechan que los chicos están en el jardín o durmiendo la siesta. Muchas madres se encuentran trabajando en los talleres.
Terminadas las encuestas en el primer pabellón, las madres nos quieren mostrar sus “celdas”. Las celdas son todas iguales pero varían en su decoración. Algunas adornadas con posters infantiles, otras con estrellitas pintadas. Son piezas, muy chicas, en las que entra una cama, una repisa, algunas tienen televisor, y una cuna. Tienen puertas de madera, y en el medio, una hendija de vidrio por la que también se puede ver qué se está haciendo. Pero la mayoría tiene cortinas que lo tapan.
Hay una mamá muy joven, ojerosa, que tiene gemelas. Cuando nos muestra su habitación, una de ellas duerme en la cuna y la otra en la cama de la madre.
Nuestra celadora, no se despega un minuto mientras hacemos las encuestas.
En el segundo pabellón que visitamos la estructura y las comodidades se repiten, salvo que en éste, hay un televisor. Este grupo de madres se muestra más ansioso por responder, y también nos muestran a sus hijos durmiendo la siesta.
En el tercer pabellón se crea una atmósfera especial. Las madres están contentas, y nos recibe un bebé corriendo en andador.
Para llegar a cada pabellón atravesamos puertas de rejas, y el ruido, sí, el ruido aturde.
Nos sirven gaseosa, y se distienden. Algunas cuando contestan, gesticulan haciendo referencia a la presencia de “la jefa” (celadora) que anda merodeando.
En un momento, en una de las mesas, hay tres madres respondiendo a la encuesta, se crea una complicidad con ellas. Están sonrientes, y agradecen permanentemente que nos acordemos de ellas y sus hijos.
En el cuarto pabellón hay un cártel que dice que habrá una obra de títeres para los chicos hecha por las maestras del jardín. Y las mamás nos cuentan que sí, que suelen hacer obritas de teatro para los nenes.
También existe otro cártel en el pasillo que pide por favor, se respete el silencio por el sueño de los niños.
El silencio en el pasillo y en los pabellones es ensordecedor. No hay gritos, ni llantos, y menos risas de niños.
Una de las mamás llora. Se le caen las lágrimas porque dice que ella no soñó esta vida para su bebé. Otra de las madres pide ayuda. Su abogado desapareció y no tiene quien la defienda. Nos pide que no nos olvidemos de ella.
En uno de los pabellones está Lautaro, un bebé de ojos verdes, cachetón, que no hace otra cosa que regalar sonrisas e intentar dar sus primeros pasos, sujeto de su mamá.
Las mamás no son llamadas por sus nombres. Se las llama por su apellido, y cuando llegan los chicos del Jardín o de hacer una visita, les comunican: “Fulana, su menor ha llegado”.
Las encuestas terminan y seguimos el recorrido.
A lo largo del pasillo hay pequeñas vírgenes, a las que les cuelgan algunos rosarios de sus manos.
Pasamos por la panadería y por los talleres y vemos a las madres en acción.
También pasamos por el Centro de Salud, pero decidimos no entrar porque se encuentran atareados.
Nuestro próximo destino es el Jardín “Ntra. Señora del Rosario de San Nicolás”.
Una maestra con guardapolvo a cuadros nos abre la puerta. El lugar es enorme, y muy luminoso.
Desde el hall central se puede ver un patio con juegos; subibajas, toboganes, casas de juguete tamaño niño, etc.
Es la hora de la siesta, y el silencio es más notorio aún, siendo un jardín.
Vamos a la sala de “Los solcitos”. Son los que tiene 1 año y medio, casi 2, y son 7 chicos. Uno de ellos nos saluda con la mano todo el tiempo. Van a tomar la leche, y la maestra los convoca alrededor de la mesa. Uno de ellos llora con fuerza, “es nuevo” dicen.
Se preparan para tomar té con torta.
Nos vamos a ver a “Las lunitas”. Ellos son los de 3 años, y están todos sentados esperando a que la maestra les lea un cuento. Agitan las manos saludando, pero se quedan expectantes de la lectura. Y por último visitamos “Las nubecitas”, que son los bebés y duermen plácidamente en sus cochecitos.
Terminada nuestra visita por el jardín, emprendemos la vuelta a la oficina de la Directora, escoltadas por Natalia, que no nos dejó ni a sol ni a sombra.
Con la Directora, intentamos hacer una devolución. Se mostró muy interesada en saber el trato del personal, pero no en nuestra visión de cómo veíamos a los chicos ni a sus madres.
El trato del personal es bueno. Las madres se dirigían a la celadora respetuosamente y viceversa. El ambiente es tranquilo. Mientras intercambiamos opiniones, la Directora se mostró apurada y no hacía otra cosa que firmar papeles. Creímos que nuestro tiempo había llegado a su fin, y decidimos retirarnos.
Saludamos a todos, y nos fuimos muy agradecidas por todo.
Sin embargo, nuestra sensación fue que de algo nos dimos cuenta. El mundo no es color de rosa. Y lo único rosa en la Unidad 31, son las paredes.-